Camino despacio por la gran avenida. Una corriente de aire frio golpea mi cara, enrojeciendo mi nariz, y obligando a ceñirme la gabardina, que por primera vez he tenido que desempolvar del armario. Ahora si parece otoño. Al doblar la esquina un olor a castañas asadas inunda el aire. Con que rapidez hemos pasado de las bermudas a las bufandas y gorros.
Estar de vacaciones permite pasear con sosiego, sin rigidez, y hace posible contemplar las cosas con otro rigor, mirar a los ojos de la gente y poder hacerlo con detenimiento. Gente elegante y bien vestida en esta ciudad.
Un grupo de jovencitos grita alborotado mientras, corriendo unos tras de otros, rompiendo la armonía de sonidos del paseo matutino.
Guiado por el plano que me han suministrado en el hotel, intento llegar a mi destino. Seguro de mis dotes, pienso que el museo esta al final de esta calle. ¡Pero que torpe!. Al final me veo obligado a preguntar a un paisano. Disculpe ¿El Museo Nacional, donde está? Ahh, ¿para atrás? Me lo he pasado. Gracias buen hombre.
Por fin he llegado. Un largo viaje por carretera y media mañana deambulando por la ciudad, pero por fin he llegado. La exposición merece la pena y hacer el esfuerzo tiene su recompensa. Museo Nacional reza el rotulo de la puerta. Dentro, me esperan, Berruguete, Gregorio Fernández y Juan de Juni.
...las mismas castañas que aquel señor recio vendia en el retiro....
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