¿Mama, cuanto falta?, repetía cada poco rato, martilleando de manera infatigable la conciencia de mi progenitora.
La inminente salida matutina, había conseguido que no pegara ojo en toda la noche, suponiendo así un largo sueño durante el viaje.
Pero la excitación juvenil por la venideras vacaciones, unida a las largas horas acumuladas, apretujado con toda la familia en el angosto coche familiar, terminaban siempre fulminando mi barbilampiño aguante.
El paisaje que nos acompañaba, por si algo faltaba, desolador. Infinitas hileras de olivos aurgitanos, hasta donde la vista alcanza, mas allá de lomas, altozanos, cerros y colinas, ajusticiados todos por el astro abrasador de un medio día veraniego, sin una simple nube que calmaran su ardiente ansia y con un acondicionador de aire en el vehículo basado en la bajada de todas las ventanillas.
Solo la llegada al lugar elegido para el estío, y las vivencias de sus quince días con catorce noches, ha hecho que pese a todo, queden aquellos viajes vacacionales en el mejor de mis recuerdos infantiles.
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