Recuerdo como si fuera ayer la primera vez que volé en un avión: Viaje fin de curso a Mallorca con el colegio.
En mi memoria y claro como el agua, está aun esa noche, como al acercarnos por la autopista al aeropuerto y desde muy lejos, brillaban sus luces, iluminando las aeronaves aparcadas en las pistas. O el descender a la carrera por finger de acceso al avión como si accediéramos a una nave espacial y que tristemente para todos aquellos niños, no los cortaron a media bajada.
Si cierro los ojos, noto el vaivén de la destartalada jardinera zigzagueando entre los aviones, y subir las escalerillas de acceso al avión como tantas veces había visto en el cine. Ya dentro, sus estrechos asientos y sus “sorprendentes” mesitas plegables; las azafatas y las mil llamaditas al timbre para que vinieran.
Y por fin, la velocidad del despegue, la cena gratis total que nos sirvieron y que me pareció riquísima, o Vacilar con los compañeros sobre el mito de hacerlo en el cuarto de baño. Pero entonces todo eran excitaciones por las novedades. También aluciné el primer día que monte en el metro, o el que día que entré por primera vez en un McDonalds. Juventud inocente, bendito tesoro.
Hoy, después de un incontable número de vuelos, me rebato a mí mismo y a mi memoria que volar no es divertido.
Y no, nos es que sea un “melendi” y me de pánico volar. Y eso que sustos que contar tengo mil. Aun me duele el tremendo chichón, al dar con la cabeza en el porta equipajes, tras una supra turbulencia llegando al aeropuerto de Mahón en Menorca unas vacaciones de aquel ya olvidado verano de 1990, ojo cinturón de seguridad abrochado y todo. O una hora con todos sus minutos de "botes" en un vuelo a París una mañana de febrero de 1992. O los gritos descompuestos de un bebe, sintiéndonos aplastados por la presión en los oídos de un vertiginoso descenso, llegando en 2008, en una fría noche de noviembre a Barcelona.
Pero no, no es eso. Es hoy, es el momento presente, camino del aeropuerto de Alvedro en la Coruña, empezando el regreso a casa tras una larga semana de trabajo.
La previsión climatológica es de esas, de las que ahora nos acojonan con el término "ciclogénesis explosiva", por lo que preveo que vas ser un divertido vuelo de sustos y rebotes, dolor de oídos y sin poder levantarnos del asiento.
Y si, podré parecer uno de esos chulitos de traje y corbata sabiondos y resabiados de aeropuerto, de los que sabemos que “lo tenemos todo controlado”, y que miran por encima del hombro, a los que se ve a la legua que vuelan por primera vez. Pero es que para mi desgracia, he llegado al control de seguridad del pequeño y coqueto aeropuerto, justo después de dos autobuses del “inserso” repletitos de abuelos destino de Benidorm.
Ríete de las Termópilas, flipa la batalla que tienen los de seguridad con ellos, requisando dentro de los tremendos bolsos de abuela, que más que equipajes de mano, parecen los baúles sin fondo de la Piquer, bocadillos tentempiés de un oloroso chorizo gallego envueltos en el chivato papel de plata, todo tipo de recipientes que supuestamente contienen agua e infinidad de artilugios varios, como navajas y cortaúñas. Mención aparte, la dantesca imagen de ver a dos abuelos con los pantalones por las rodillas, tras ser obligados a descalzarse de sus recias botas y quitarse el cinto.
Cuando hoy consiga llegar al control, igual ya estoy jubilado también.
Y por si fuera poco, el vuelo sale con mucho retraso acumulado. Es la hora programada de embarque y el avión ni siquiera ha llegado hasta aquí, en su vuelo de ida.
Hoy llegaré a casa a Dios sabe qué hora.
Dedicado a los que no han volado nunca....
En mi memoria y claro como el agua, está aun esa noche, como al acercarnos por la autopista al aeropuerto y desde muy lejos, brillaban sus luces, iluminando las aeronaves aparcadas en las pistas. O el descender a la carrera por finger de acceso al avión como si accediéramos a una nave espacial y que tristemente para todos aquellos niños, no los cortaron a media bajada.
Si cierro los ojos, noto el vaivén de la destartalada jardinera zigzagueando entre los aviones, y subir las escalerillas de acceso al avión como tantas veces había visto en el cine. Ya dentro, sus estrechos asientos y sus “sorprendentes” mesitas plegables; las azafatas y las mil llamaditas al timbre para que vinieran.
Y por fin, la velocidad del despegue, la cena gratis total que nos sirvieron y que me pareció riquísima, o Vacilar con los compañeros sobre el mito de hacerlo en el cuarto de baño. Pero entonces todo eran excitaciones por las novedades. También aluciné el primer día que monte en el metro, o el que día que entré por primera vez en un McDonalds. Juventud inocente, bendito tesoro.
Hoy, después de un incontable número de vuelos, me rebato a mí mismo y a mi memoria que volar no es divertido.
Y no, nos es que sea un “melendi” y me de pánico volar. Y eso que sustos que contar tengo mil. Aun me duele el tremendo chichón, al dar con la cabeza en el porta equipajes, tras una supra turbulencia llegando al aeropuerto de Mahón en Menorca unas vacaciones de aquel ya olvidado verano de 1990, ojo cinturón de seguridad abrochado y todo. O una hora con todos sus minutos de "botes" en un vuelo a París una mañana de febrero de 1992. O los gritos descompuestos de un bebe, sintiéndonos aplastados por la presión en los oídos de un vertiginoso descenso, llegando en 2008, en una fría noche de noviembre a Barcelona.
Pero no, no es eso. Es hoy, es el momento presente, camino del aeropuerto de Alvedro en la Coruña, empezando el regreso a casa tras una larga semana de trabajo.
La previsión climatológica es de esas, de las que ahora nos acojonan con el término "ciclogénesis explosiva", por lo que preveo que vas ser un divertido vuelo de sustos y rebotes, dolor de oídos y sin poder levantarnos del asiento.
Y si, podré parecer uno de esos chulitos de traje y corbata sabiondos y resabiados de aeropuerto, de los que sabemos que “lo tenemos todo controlado”, y que miran por encima del hombro, a los que se ve a la legua que vuelan por primera vez. Pero es que para mi desgracia, he llegado al control de seguridad del pequeño y coqueto aeropuerto, justo después de dos autobuses del “inserso” repletitos de abuelos destino de Benidorm.
Ríete de las Termópilas, flipa la batalla que tienen los de seguridad con ellos, requisando dentro de los tremendos bolsos de abuela, que más que equipajes de mano, parecen los baúles sin fondo de la Piquer, bocadillos tentempiés de un oloroso chorizo gallego envueltos en el chivato papel de plata, todo tipo de recipientes que supuestamente contienen agua e infinidad de artilugios varios, como navajas y cortaúñas. Mención aparte, la dantesca imagen de ver a dos abuelos con los pantalones por las rodillas, tras ser obligados a descalzarse de sus recias botas y quitarse el cinto.
Cuando hoy consiga llegar al control, igual ya estoy jubilado también.
Y por si fuera poco, el vuelo sale con mucho retraso acumulado. Es la hora programada de embarque y el avión ni siquiera ha llegado hasta aquí, en su vuelo de ida.
Hoy llegaré a casa a Dios sabe qué hora.
Dedicado a los que no han volado nunca....
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